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martes, 15 de abril de 2014

CAPÍTULO V: "Primer Acercamiento"



Capítulo V: Primer Acercamiento


Lo que había comenzado como un orvallo ventoso, rápidamente estaba avanzando hasta convertirse en una de las tormentas eléctricas más violentas del año. El viento dejó de silbar, y todo de repente se aquietó. Atisbé en las alturas esa voraz serpiente de luz haciendo piruetas mortales en el horizonte, segundos después escuché un rugido infernal; y vino con ello una gran detonación. Pude presenciar entonces cierta clase de miedo irracional cuando se rompió el silencio; como ese miedo resultado de aquel trágico disparo a mitad del camposanto.
―¡Debemos darnos prisa!
Poco a poco fueron apareciendo ávidamente más cobras salvajes como antesala a un primer fragor que ensordecía; y de buenas a primeras, comenzaron a multiplicarse. Entonces mi cerebro dejó de divagar y de inmediato se accionó. Yo respondí al llamado y aceleré mis pasos.
―¡El agua está helada! ―refunfuñé en un vano intento de ser escuchada―. ¡Helada!
Pero el diluvio era más fuerte que mi voz.  Más fuerte que todas mis fuerzas.
Al cabo de un rato mamá fue sumergiéndose en mis pensamientos… Y de un chispazo a la mitad de la carrera, recordé sus temidas advertencias. De reojo eché un vistazo al mecanismo en mi muñeca: veinte minutos para las nueve de la noche. Mis pies empezaron a frenarse sin que las demás partes de mi cuerpo se opusieran. Concebí entonces un vuelco en la barriga y empecé a sentir cómo su corazón se iba secando por mi indisciplina; cómo se arrugaba y se encogía como si yo misma lo hubiese privado de la vida.
―Lo lamento, ya es muy tarde. No me di cuenta… Debo marcharme.
Tras verme a mí hacerlo, Léonard se detuvo en seco bajo la cornisa del Mussé Local d’Art et Cinematographie.
            ―No, no puedes ―me objetó alzando la voz, encarando ahora a un entrenador que alentaba a su pupilo en medio de un maratón casi fallido―. ¡No me hagas esto!
Me di por vencida. Una chica rubia de piernas largas fue la primera en llegar a la línea de meta. El esfuerzo de Léonard había sido en vano…
Tan sólo el cambio de una mirada impenetrable a una suplicante, me hizo sentir debilidad. Se le veía tan frustrado, tan mohíno… Afligido por así decirlo; afligido a pesar de ese aire de poderío y brillantez tan característico de él.
―No quiero más problemas con mi madre ―le solté mientras me arrinconaba contra el muro para cederle un poco de refugio.
Pero la incitación por conocerme cada vez se volvía mayor.
―Eso ni tú te la crees.
De nuevo la temible agresión al hablar, la absoluta tiranía en cada una de sus contestaciones.
―Piensa lo que quieras ―le espeté para bajarle el ego pensando que aún no era demasiado tarde para hacerlo―. Lamento haberte causado inconvenientes. Buenas noches.
―¡Pero si ya habías accedido!
―Lo sé…
―¿Y tus ansias por tratarme? ―puntualizó antes de verme dar la media vuelta.
―Bien sabrán esperar.
―De acuerdo, adelante. ¡Vete! Sólo no des por sentado que yo estaré esperándote.
―¡Y de nuevo esa maldita arrogancia tuya! ―le solté enfadada por no encontrarle fin a todas aquellas confrontaciones automáticas.
―Eso es lo que quieres ver para identificarte más rápido conmigo ―rebatió enérgico con la intención de apaciguarme y hacerme callar―. Así que mejor no hables. No me conoces.
―¿Tú me has de conocer muy bien, o qué?
―¡BASTA!       
La incomodidad ocasionada por sus gritos terminó por sacarme una comezón de los mil demonios. Cuando terminé de rascarme, descubrí que la nuca y buena parte de mi espalda se asemejaban a una papa hinchada. Una papa hinchada y adobada.
―Tal vez hasta sea mejor así.
Léonard soltó un bufido más bizarro que el de un toro.
―Sí. Tal vez lo sea para mí.
Flechazo directo al corazón… Pero ahora en contra del amor. Indignada, sentí una ardiente necesidad de soltarle una bofetada para dejarle en claro la estupidez que había dicho. Me contuve y lo maldije con una sarta de groserías limitadas sólo a mis pensamientos. Velé mis impulsos por esa precisa incapacidad de soportar aquello. De alguna forma u otra tendría que notar la injusticia; esa terrible injusticia de obligarme a seguir conversando a pesar de tener los ojos rasos.
―¡¿Duele, verdad?! ―preguntó él.
Cuando percibí su interrogante como la más clara muestra de megalomanía humana, el mundo se me vino encima en cuestión de segundos. Pude entonces comprender esa atracción sado-masoquista como una trampa mortal en la que estaba a punto de caer. El problema aquí es que yo no era masoquista... Él tampoco.
―Ahora que vuelvo a sentir cómo la lluvia baña mi cuerpo, sé de inmediato que esto ha sido todo ―y di un paso en retroceso―. Me resulta muy difícil de decir, pero me hubiese gustado coincidir contigo en otro momento de la vida ―suspiré reservando las lágrimas para mis adentros y aparentando esa misma dureza inquebrantable de la que ya me había vuelto maestra―. Porque quizá si tú no fueras lo que eres hoy, si yo fuese lo que tú buscabas, todo habría sido distinto ―y tomé aire―. Así que no nos culpemos. Este momento no era el indicado. Sólo eso.
Al irme alejando del lugar, elevé la vista a las alturas… «Sé que no me he portado nada bien en los últimos años ―me aventuré en un diálogo interno con Dios―, pero… ¿Realmente será él por quien en verdad vale la pena luchar?»
Crucé la calle sin prestar atención a los autos. El agua cernida dentro de mis párpados causaba un picor angustiante. Ahora el cielo encapotado ya no filtraba ni un solo filamento de luz a pesar del suplicio de la luna. Entonces me lamenté por su juego de palabras con las mías; por lo que habría pasado y no pasó; porque la pequeña estrella que yo tanto adoraba ya no aparecía; y porque Dios ni siquiera me escuchó.
―¡¡¡AaaHhhh!!!
Traición. Es lo primero que sucede cuando el amor aumenta y las oportunidades de estar cerca disminuyen.
―Disculpa. No debí hacerlo.
El chico se volvió hacia mí enteramente acongojado; sabía que una imprudencia de ésas le costaría caro.
―No te preocupes. Yo hubiese hecho lo mismo.
―Aún así. Te hice daño.
―Por supuesto que no.
―Claro que sí, déjame ver…
―¡Que no! ―y escondí el brazo detrás de la espalda. Léonard lo tomó con delicadeza y se dedicó a observarlo.
De nuevo una avalancha de hielo sobre mi piel.
―¿Y esa ampolla? ―se apresuró a señalar.
―¿Cuál?
―¡Ésta! ―señaló por encima de mi pulgar para evitar cualquier fricción que pudiera lastimarme.
―Esa ya estaba ahí.
Pero no era cierto. Con el más leve roce de su piel recordé aquella terrible quemadura en análisis químico que me había costado una vesícula asquerosa y dos faltas injustificables en mi kárdex. Léonard me miraba más culposo todavía, casi como si hubiese estado presente durante mis pininos con nitrógeno líquido. Porque hacerme daño en el mismo dedo y a mitad del encuentro, era un hecho que ni a él mismo se lo iba a perdonar.
―No mientas.
―¿Tú la originaste, es lo que estás tratando de decirme? ―argüí enfadada para librarlo de los malos pensamientos―. ¡¿Por qué te adjudicas todo lo que me pasa?!
―¡Deja ya de insultarme, rayos!
―Me enferma escucharte preguntar por mí, siendo que quien debería de preocuparse por ti sería yo― le solté altiva para que comprendiese la gravedad del asunto―. Estás helado.
―Imaginaciones tuyas nuevamente.
 ―Por favor, no soy tonta.
Instintivamente Léonard pareció saber a qué me refería. Y luego, cuando sintió que había «algo más» detrás de aquellas simples palabras, el joven inclinó la cabeza avergonzado de sí.
―Prometo no volver a tocarte, yo…
―¡Mejor promete volver a casa!
―Eso nunca ―arrastró las palabras en tono mortífero tras atreverse a levantar la cara―. Y tú tampoco.
Otra vez el ángel perdió su blancura y se volvió terciopelo negro. El silencio invulnerable y aquel movimiento mecánico en su rostro, me hicieron volver a experimentar el terror de estar frente a esta criatura del infierno. Lo miré; él me miró a través de esas enormes piedras nocturnas; letales, obscuras… Sus labios se movían bajo una voluntad que no era la de Dios. Volví a pensar en huir, pero mis pies ya se habían enraizado al subsuelo por esas maldiciones que lanzaba en voz baja. O así lo imaginé. Así lo imaginé por creer que rezaba por mi alma.
―Con esas temperaturas, no me explico… No me explico cómo…
―Cómo es que sigo vivo ―completó con desdén cuando mis labios se vieron obligados a callar.
―Trato de decir que… En cualquier momento, puedes… Puedes sufrir un episodio de hipotermia, o algo así ―corregí turbada por los nervios―.
Mi interés por su estado de salud le asentó de maravilla.
―¿Hipotermia, dices?
―No sé… O hasta incluso algo peor ―y de nuevo el  juego del gato y el ratón comenzaba a ponerme nerviosa―. Además tomando en cuenta que las circunstancias no son favorables en lo absoluto… ―y extendí la palma de la mano para recoger las gotas y acentuar la lluvia―. ¡Imagínate! Aún no conozco a tus padres… Ni tu dirección. Ni tus alergias. Mucho menos tu tipo de sangre... ¡¿Dime tú quién respondería por ti en caso de emergencia?!
―¿Así que quieres conocer a mis padres?
―No es necesario.
―Acabas de decirlo...
―Sólo si te sucediera algo, cosa que no quiero. 
―Pues no te preocupes, estoy la mar de bien.
―Suenas muy seguro.
―Hacía años que no me sentía tan radiante.
Fue así que entre la confluencia de aguas dulces que tallaban la acera, sentí el impulso de continuar. Pero mi boca ya había soltado una sarta de palabras tontas; ya no podía echarme para atrás.
―¿Piensas regresar?
―No lo sé.
―¿Quieres regresar?
―No.
―Entonces. ¿Qué es lo que te detiene?
―El tiempo.
―El tiempo no es nada. No existe.
―Siempre está ahí.
―Sí. Pero nunca se detiene. Es como si no existiera.
―Pero mi madre…
―Tu madre seguirá ahí. Igual que siempre.
La lluvia se había tranquilizado, pero los relámpagos entre los cirros y la niebla seguían produciendo una sonoridad monstruosa que rebotaba hasta el centro de la Tierra y emergía de ella en forma de sacudidas violentas. El viento sopló para aglutinar las nubes y hacerlas tronar con mayor fuerza; a consecuencia terminó alborotando la cabellera del chico forma desastrosa. Sus blancas manos peinaron la limpia y brillante melena sin complicaciones y Léonard aguardó impaciente en espera de una respuesta. 
―Adelante. Yo te sigo ―suspiré finalmente.

El pasado, el presente y el futuro parecieron hilvanarse en aquel microsegundo. Léonard se llenó de júbilo como si hubiese encontrado un faro en altamar luego de navegar a la deriva y quiso bailar a consecuencia de forma secreta. Pero cuando se dio cuenta de que la luz haría traslúcidas sus emociones, naturalmente se contuvo y optó transmutar la alegría a través de un suspiro hondo. Me llené de tranquilidad con sólo ver que engordaba de felicidad. Parecía que mi compañía le hacía falta... Mucha falta. 

CAPÍTULO 4: "Lluvia Imperceptible".



Capítulo IV: Lluvia Imperceptible


            ¿Te gusta leer?
Sus increíbles ojos volvieron a fijarse en mí.
            Bastante contestó agradecido por haberle dado continuidad al encuentro. ¿Qué hay de ti?
            Esto lo dice todo suspiré mostrándole el libro que tenía entre manos.
Léonard miró el ejemplar.
Ya veo... ―entonces tomó aire y terminó dando un suspiro que lo dijo todo sin verse en la necesidad de decir algo―. Imagino que no eres de la clase de jovencitas que malgastan su tiempo libre alaciándose el cabello, mientras esperan colarse en Carré para ver si consiguen alguna clase de cita. Por el escaso maquillaje que usas en el rostro y ese separador de Nietzsche a la mitad de un texto de universidad, puedo suponer que tu verdadera personalidad repudia el estereotipo adolescente y aprecia más el aspecto intelectual... ¿O me equivoco?
Semejante conjetura me dejó helada. Ciertamente, su expresión de «sé-lo-que-estás-pensando-en-este-instante» estuvo a punto de hacerme soltar el libro y correr a casa. No me era posible concebir que con tan sólo un título y un movimiento mío, pudiese recibir toda una síntesis perfecta de mi forma de ser, por un extraño sujeto disfrazado de murciélago que había olvidado presentarse. No obstante, de ahí que no me quedara de otra más que reconocerle a Léonard ser un excelente observador, incluso más que yo. Porque tanta solidez en sus palabras y esa inusual inteligencia suya no hacían más que demostrarme, según mis conocimientos hasta entonces, que existía cierto grado de madurez muy por encima de otro joven de su edad.
Yo soy igual que tú me confesó pasados unos minutos tratando de aligerar la tensión que le había causado a mis adentros―. Tampoco suelo involucrarme mucho en simplezas y futilidades pubertas.
Compartimos entonces una estupenda mirada de complicidad en contra de la humanidad, y pronto, nos convertimos en los inadaptados más grandes del mundo. Después comenzamos a mofarnos; a frotarnos las manos, a reír en silencio conspirando contra el cielo y el averno… sólo en nuestras cabezas para que éstos no se diesen cuenta―.
            Basta de rodeos apunté con un ademán simulando toda esa valentía que me hacía falta. ¿Te gusta escribir, cierto?
            ¡Vaya! Al fin comprendes que puedes ir tan lejos como tú quieras. ¡Ya no soporto este maldito protocolo un instante más!
Me quedé perpleja sin entender nada de lo que decía.
            ¿A qué te refieres?
            ―Reevalúa tus objetivos. No soy el enemigo.
            ―¡¿El enemigo?!
Mientras ordenes el ataque, no podré acercarme.
Hablas como si esto fuese una lucha.
Soy un desconocido para ti, ¿no?
―Pues… Sí ―acepté tras un suspiro―. ¿O es que deberías no serlo?
Léonard exhaló afligido por mi declaración. Pensé entonces que si ésa era la verdad no tenía por qué sentirse mal. Pero luego lamenté volver a contestarle de forma tan agria y directa; el chico ahora trataba de mostrarse agradable como para voltearle la moneda con una afirmación como ésa.
            ―Aún no has respondido a mi pregunta.
Léonard levantó la vista tan pronto como escuchó mi voz. Retomar la conversación podía reanimarlo y regresarlo hasta su mismo estado original.
            Me fascina.
            ―¿Y qué es lo que escribes ahí? cuestioné señalando el cuadernillo rojo que llevaba ya un buen rato pasando desapercibido entre sus manos.
            ―Cierta clase de basura literaria.
            ―No lo creo.
Léonard soltó un gesto de satisfacción.
            ―¿Por qué tan segura?
            ―Porque has trabajado bastante tiempo en ello.
            ―Eso no significa nada.
            ―Para mí sí. La práctica hace al maestro.
Me crucé de brazos y dejé escapar unos momentos.
            ―¿Basura literaria entonces?
            ―Cierta clase ―corrigió.
            ―¿Una novela? ―y arqueé las cejas en una quisquillosa búsqueda de la verdad.
            ―Te equivocas.
            ―¿Un ensayo tal vez? ―conjeturé haciendo un esfuerzo para arrebatarle la libreta de las manos. Léonard me esquivó risueño.
            ―Non.
―¿Alguna epístola, biografía, pieza teatral?… ¡¿Tu diario?!
            ―¿Por qué la insistencia en saberlo?
Luchando por no sentirme indignada, caminé unos cuantos pasos hacia el sendero adoquinado que atravesaba el parque y me dejé caer sobre uno de los escaños de madera; la humedad traspasó mis vestidos y rápidamente me llené de frío.
―Tu mochila ―viendo la calamidad que había causado, Léonard emuló mis pasos y se sentó a mi lado.
Rápidamente la abracé y me aferré a ella como una balsa en altamar.
            ―¿Debería callarme entonces? ―continué entristecida por no haber obtenido resultados.
            ―Yo no he dicho eso.
Y volví a clavarle la mirada.
            ―¿Un epílogo de hechizos, un informe escolar, o el registro de tus deudas personales? ―insistí.
            ―De acuerdo, de acuerdo. ¡Tú ganas! ―me dijo alegremente en una muestra de benevolencia―. Aquí no hay nada interesante; sólo son un montón de ridículos poemas sin sentido.
            ―Me atrevo a decir que no te creo ―volví a expresar con fuertes convicciones―. Habrás invertido tiempo por algún motivo.
―Tal vez ―asintió Léonard cabizbajo.
―¿Una chica?
Pude verlo excitado sobremanera mientras regresaba a su postura original. Inmediatamente sus ojos resplandecieron como poderosos rayos del sol atravesando la bruma; su sonrisa se extendió de extremo a extremo mostrando esa albugínea galantería suya, y mientras su frente se distendía un poco, los ángulos ahora suavizados de su rostro, lo volvieron más humano; más puro. Menos animal.
―Aún la amas ―le espeté más en tono de afirmación que de pregunta, mientras la desilusión en mi pecho empezaba a hacerme añicos por dentro.
―«Aún» no es nada.
Golpe brutal en mi ego. Despecho en el corazón. Odio. Repulsión.
            ―Pensé que habría respuesta, pero no ésa ―mentí indignada.
            ―Conmigo no sirven las apariencias.
            ―¿Entonces por qué lo haces? ¿Por qué me engañas? ¿Por qué me haces creer que…?
            ―No te engaño. Jamás lo haría. Por algo estoy aquí, contigo.
Léonard me dejó pasmada.
            ―Me escribes… ¡¿Poemas?! ―me aventuré incrédula.
            ―Lo sé. Se supone que no debería actuar así… ¡Soy un hombre!
Con ese tipo de declaraciones, Léonard se me hizo más bello todavía. Si un poeta es un artista del romance… Sería bastante útil tener a alguien como él cerca de mí. Y más aún por mis pinturas.
―Jamás creí que pudieses ser tan tímido. Ni tan romántico.
―¿Tímido? ¡Para nada! ―me contradijo en tono alto cruzándose de brazos con otra de esas sonrisas coquetas―. Pero comprenderás que nadie, en su sano juicio, te pregonaría sus sentimientos antes de una observación siquiera ―e hizo una pausa.
―En eso concuerdo contigo.
―En cuanto a lo de romántico…―concluyó con otra ligera insinuación de su parte―. Te reto a que lo descubras por ti misma.

X   X   X   X   X   X  

            ―Por cierto, habías dicho que no permitirías ninguna clase de proeza.
            ―Ya lo dije ―reparé con el mismo enfado anterior―. Debo cuidar mis pertenencias.
Léonard soltó una risotada y trató de contenerla. No pudo. Se llevó ambas manos a la boca y me miró para solicitar mi aprobación. Cuando comprendió que yo nunca aceptaría, prosiguió.
Por ende, comprendí las circunstancias. No es que intente justificarme en lo absoluto, pero hasta entonces jamás había creído que una charla pudiese detener el tiempo de forma tan perfecta; no al menos de forma total como ésa. Y ya cuando al fin caí en razón de que el cielo se estaba deshaciendo, terminó siendo justo en el momento en que el agua se dignó a soltar mi preciosa trenza de espiga, de esas ultra femeninas al estilo indie.
―¡Diantres! ―gemí cubriéndome el rostro mientras planchaba el mechón desaliñado con las manos.
―¿Qué sucede?
―¡Mis cosas!
―Pero si las guardaste en la mochila, ¿qué no?
El joven divisó hacia donde mi dedo señalaba, justo debajo de una mata de rosales. Ambos corrimos y encontramos aquella terrible inmundicia de gomas, tintas, papeles y césped. La hoya poco profunda en donde se encontraban plantadas las flores, ya había formado un charco de lodo. A tientas, extraje con urgencia ese valioso texto que Monsieur Gautier me había facilitado para el examen de historia y lo sacudí en el aire… Y ése fue el fin para el tercer tomo de una colección de biblioteca. Mi fin como discípula mimada.
            ―¡Mejor vámonos!
Instintivamente cogí su brazo al levantarme; Léonard se congratuló a sí mismo por el pequeño gran logro y dejó de verme tan salvaje como antes. No obstante, a modo contrario y desfavorecedor para él, yo comencé a notarlo más frágil y delicado después de haberlo tocado. De inmediato pude percibir los huesos de su antebrazo: la ausencia de musculatura no armonizaba con su edad, mucho menos con esas ropas tan gruesas como el chaquetón de piel y la camisa de corte inglés que traía puesta. Vale, con esa insólita enfermedad a cuestas que borraba el color de sus mejillas, normal sería que el chico estuviese bajo de peso… ¡Que hasta se viese un tanto demacrado por la notoria falta de sol y vitaminas! Pero me refiero a estar delgado. «Delgado» y no «escuálido».
―Sonaré como un Don Juan si lo digo, pero… ¿Podría acompañarte?
Al menos no sería una despedida para siempre; al menos ya no era tan extraño para mí. Sabía que si yo me atrevía a acceder a su propuesta no volveríamos a separarnos durante el resto de la noche… Y eso me favorecía.
―¡¿Qué te digo, qué te digo?! ―filosofé intranquila.
Entonces recordé aquél escalofriante «Wanii volo’qqi morsus. Quibus» que tanta desconfianza me causó.
―Podrías decir “sí”.
Repentinamente me dejé invadir por la sospecha al recordar aquella mirada hermosamente mortecina que me recorría de forma irresistible. Y luego más de cierta descarga erótica, bastante aterradora. Advertí cómo mi madre aparecía detrás de sus espaldas haciéndome una seña para que usara la cabeza. Luego a Karlyn sonreír de ojera a oreja. Decidí mirarlo porque la mejor respuesta la encontraría en él; sus ojos eran tan profundos que me dejé llevar nuevamente sin mostrar resistencias esta vez... ¡Ostia!, sólo con verlo nadie podría resistirse a un ofrecimiento de esa clase. ¡Te lo aseguro!
            Déjame pensarlo… fingí unos instantes según los estándares de urbanidad que debió estar esperando de mi parte. Mmm… ¡De acuerdo!
Los fieles faroles del parque que circundaban los alrededores y la calzada de adoquín, se fueron encendiendo uno a uno hasta lograr neutralizar la recién llegada niebla y la ventosa opacidad. Estando ahora inmersos entre  la gaseosa turbiedad que nos cercaba, él decidió aproximarse más. Con ello hubo un nuevo cruce de miradas. Aquel acercamiento de los cuerpos a distancias cada vez más peligrosas, entumeció mis sentidos… Ahora sólo el melódico aguacero germinándose en el cielo, fue el único suceso que siguió haciéndome sentir con vida.
Y mientras el tiempo se ralentizaba, fui conociendo esa forma de mirar tan forastera a este mundo; tan calmosa, tan bonita… Completa y absolutamente celestial.
Entonces dediqué un par de segundos a buscar explicaciones, y encontré un halo de luz muy por encima de nosotros. Al momento comprendí que este precisamente, era quien había despertado a aquella vívida estrella que habitaba detrás de sus pupilas. Y cuando el astro brilló por dentro de su cuerpo, el resplandor en el cielo fue más intenso todavía. Más intenso que una explosión cósmica en la lejanía del universo. Más intenso que revivir un microsegundo entre la fisión de un núcleo de plutonio y esa terrible reacción atómica en cadena.


X   X   X   X   X   X
―¡Qué!
―No sé. Algo has de querer que responda, ¿no? ―fanfarroneó como si estuviese consciente de que de ahora en adelante, él tendría el control total.
Sentí haber sonreído, pero el recelo por haber sido testigo de sus brujerías, me lo impidió sobremanera. Y en vana búsqueda de ponerle expresión a mi rostro, preferí tallarme los ojos; preferí hacerme creer a mí misma, que en todo ese tiempo, había estado dormida.
―La conversación se vuelve desgastante. A ratos pienso que me robas energía.
Léonard se metamorfoseó en un trozo de hielo de Groenlandia y dio un paso en retroceso. Su nuevo comportamiento volvió a rasgarme el corazón; pero pronto recordé su camaleónico talento, y esa sed que él sentía por la actuación.
Enmudecidos ahora y ya sin nada qué decir, finalmente nos dispusimos a cruzar el jardín en dirección hacia el poniente, en busca de un atajo que condujera a Boulevard Moulin, una de las avenidas principales de los suburbios. Galopamos en teoría unos veinte o veinticinco metros a la izquierda; entonces saltamos la pequeña verja como conejos silvestres a la par, y rodeamos el estanque hasta llegar a los plantíos de peonias. Y fue ahí, justo ahí, cuando empezamos a correr a mayor velocidad; tratando siempre de esquivar las flores y de trazarnos un sendero que estuviese cubierto por la sombra de los árboles, para que la lluvia, aun en ese estado de enfurecimiento y brío, no lograse hacernos tanto daño.
Incluso si tardamos tres minutos en salir del vergel y tocar la acera sobre Rue Jeanne d’Arc, podría decirse que fue poco. No fue nada tomando en cuenta que mi estatura era más baja, y por ende, mis piernas más cortas.
―¡Espera, espera! ¡No tan rápido!
Cuando Léonard se hizo consciente de mis súplicas, inmediatamente trató de perder velocidad hasta lograr una aceleración de cero y quedar varado justo en la parada de autobús más próxima a nosotros. Entonces, apoyando las manos en sus rodillas, se dobló sobre sí para tomar aire y lograr recuperarse.
―¡Vaya velocidad la tuya! ―le solté cuando estuvimos a la par.
Su boca se torció con desdén; pero no hacia mí, hacia él.
A pesar de mi ingesta diaria de vitamínicos y complementos alimenticios, extrañamente mi cuerpo era mucho más débil que el suyo. Por ende y víctima del agotamiento excesivo que producía ácido láctico en mi organismo, pronto vinieron las náuseas, mareos, escalofríos… Todo junto pero sólo en mi organismo.
―¿Se siente bien vuestra merced?
Las pulsaciones a mil por hora me hicieron tambalear y tuve de inmediato que buscar soporte. Jadeante, y ahora con una de mis manos manteniendo el corazón dentro del pecho, traté de tomar aire.
            ―¡¿Vue…, vues… Vuestra merced?! ―castañeé desconcertada―. ¡¿Y ahora qué rayos es esto!? ¡¿Un chiste?!
Cuando su voz se quedaba estática en el aire y lograba reproducirse progresivamente, sentía una tremenda necesidad de apretarle el cuello con los pulgares y terminar por desenmascararlo. Con él, así funcionaba mi mente. Simple condicionamiento operante.
―¿Te sientes bien?
Sus gestos me hicieron sentir como si yo fuese la chiflada.
―¡¿Podrías decirme qué diablos significa eso?!
Aquellas palabras nunca antes salieron su boca; o al menos justo eso era lo que indicaba su mirada.
―¿Qué significa qué?
            ―¡Te lo advierto! ―lo amenacé fúrica apuntándolo con el índice derecho―. ¡No juegues conmigo!          
En vez de responderme, Léonard me tomó por los hombros y me obligó a sentarme en uno de los banquillos de la parada de autobús para hacer que más rápidamente pasara el malestar. ¡Eso de no saber diferenciar entre las burlas o su extravagancia no era nada bueno!
―Lamento haberte ocasionado todo esto… ―musitó él en una entonación de voz muy cálida―. Pero cuando el cielo ha escrito tu destino, ni tú, ni yo, ni todas las fuerzas del mundo unidas, podrán interponerse.
Vino entonces una placidez sobrecogedora. La orquesta del Cosmos empezó a tintinear mediante melódicas pulsaciones electromagnéticas  que viajaban a través del espacio vacío. Si Léonard no me hubiese ayudado al rodearme con sus brazos, jamás habría descubierto la verdad. Aquella frialdad impresionante que emanaba de su alma, dejó de ser enteramente anímica cuando pude palparla con mi propio tacto. Fue entonces cuando descubrí una minúscula porción de la verdad; y por ende aseguré, que al menos yo no estaba loca. O al menos, no tanto como esperaba.
―Conozco la fórmula perfecta para cuando la situación se vuelve fría e incómoda― me soltó con todo el descaro posible convencido de que pronto cumpliría sus propósitos―. ¿Me aceptas un café?
―¡Vaya, lo que me faltaba! protesté cruzándome de brazos y más atolondrada que antes. ¡¿A estas horas?!
            ¿Por qué no? insistió él. Siempre es momento para un deleite de esta clase.
            Pero…
            Conozco un lugar precioso que te encantará.
            Creo… Creo que sé a cuál te refieres.
¿Entonces aceptas?
Lo siento. Otra vez no pude negarme. Tenía un don de convencimiento muy grande.
―De acuerdo ―accedí de nuevo entre aires petulantes simulando cierta clase de miramiento previsor―. Aclaro que es sólo por la sensación de escalofrío. Además te advierto que mi madre ha de estar por marcarme… Así que no me puedo demorar.
Léonard me miraba como si extrañamente me hubiera vuelto más atractiva que él; como si hubiésemos invertido los papeles y ahora el control dependiera de mis actos. Metamorfosis. Transformación. Tuve poder; tuve grandeza; sentí la magia… Lo tuve todo hasta que noté un destello rojo que insinuaba esa sutil malicia en su mirada.