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martes, 20 de agosto de 2013

¿ME... ESCUCHAS?

Y como desde el domingo no les he publicado nada, a continuación les dejo un cuento de mi autoría ganador en el Encuentro Nacional de Arte y Cultura 2010 organizado por la Secretaría de Educación Pública. Espero sea de su agrado. Recuerden que si lo toman, den créditos; pues esta es otra de mis obras registrada bajo la Ley de la Propiedad Intelectual, y cualquier copia, plagio o reproducción no autorizada de mi parte constituye una violación a los Derechos de Autor. Saludos!!



¿Me... Escuchas?
Estaba lloviendo allá afuera... Mi ventana, cubierta casi en su totalidad por el vaho que desprendía mi respiración, me permitía observar a cada una de las apacibles gotas deslizarse sobre el cristal. Y silencio amodorrante que, anunciaba con gran júbilo el nublado crepúsculo matutino, se había empeñado mordazmente en invadir mi habitación, hasta llegar al grado de ensordecerme los oídos con aquel continuo “tic-tac” proveniente del piso inferior.
Incomodada tras la ausencia de oxígeno, me incorporé de un salto, me despabilé con ayuda de un prolongado bostezo y traté de toser un poco para aclararme la garganta. Sin duda, había sido una noche difícil; una noche somnolienta, extraña y frívola, capaz de haberme dejado con el cerebro embotado y el cuerpo cortado. Fue en ese entonces cuando un rutinario eco, intimidó la tediosa y abrumadora afonía que me tenía sometida. Era mi madre abriendo la verja del garaje, tras calentar el motor de su auto y disponerse a realizar una salida sabatina; intentando evitar ser víctima, al menos por unas cuantas horas, del sofocante estrés citadino.
Tan pronto como mi mente fue capaz de reconocer aquel sonido, me aventuré a brincar de la cama y cruzar el pasillo; sabía perfectamente que esa sería mi única oportunidad de abandonar momentáneamente la acosadora rutina que me esperaba, como todos los supuestos “días de descanso”. Prefería bajar las escaleras y correr hasta el gran ventanal de la sala, para avisarle a mi mamá que le haría compañía, en vez de terminar el cartel de historia para la exposición del lunes, o recogerme el pelo y comenzar a tallar el baño.
Así pues, con esa insensata tormenta, que según el meteorológico me iba a arruinar la salida al cine con mis amigos, aunque la hubiésemos planeado con más de dos meses de anticipación, me era más que obvio que todo el fin de semana iba a permanecer atrincherada en mi casa, sometida bajo la nueva restricción que acababa de añadirse a la “lista de medidas de precaución establecida por mis padres”.  Así que finalmente, cuando estuve frente al cristal del recibidor, me limité a gritarle a mi impaciente madre que al menos me esperara unos segundos, los considerables para cambiarme la pijama, al mismo tiempo que sacudía los brazos con gran fuerza.  Pero para infortuna mía, los esfuerzos de llamar su atención, fueron en vano. Mamá se había ido.
Por tal motivo, antes que desperdiciar mis delirantes impulsos en un fuerte disgusto, decidí encender el mp3 y apoltronarme en el sofá del vestíbulo para escuchar mis canciones favoritas y así, tratar de calmarme yo misma. “No puede ser”, me repetía una y otra vez. Era inaceptable el hecho de que mi madre me hubiera ignorado de esa forma, puesto que con semejante alboroto, sería imposible pasar desapercibida. Además, tenía que añadir también el espantoso clima, mi permiso para salir totalmente desperdiciado, la premier de mi trilogía favorita ¡saboteada!, aunado a que la pila de tarea que por más horas que le dedicaba nada más no bajaba y el espantoso retrete que me estaba esperando…
No tengo ni la más mínima idea de cuánto tiempo fueron capaces de revolotear a mi alrededor aquellos mustios pensamientos, que se infiltraban cada vez más en mi cabeza, y me iban sumergiendo en un sutil y profundo sueño, que pudo absorberme durante varias horas antes de que mi madre regresara con una nota de la florería y un arreglo de maravillosas rosas blancas.
–Mamá… -le insistí, justo después de que ella colgara su abrigo en el perchero de la entrada- …quisiera ver si… al menos me permitirías invitar a Karina a la casa. No quiero pasar todo el día de mañana igual de aburrida y… -añadí intentando persuadirla-Pero mi madre, ni siquiera se tomó la molestia de mirarme a los ojos y escuchar lo que le estaba diciendo. Ella tan sólo dejó las blancas flores sobre la mesa, sacó las llaves de su bolso, y se sentó justo en el mismo sillón en el que había estado yo.
–¡Mamá! -exclamé un poco molesta- ¿qué dices?
Sin embargo, mamá seguía sin articular palabra alguna. Por ello, a pesar de que podría ser arriesgado según como se encontrara su estado de ánimo, decidí acercarme un poco más y pedirle de nuevo su aprobación. Pero… nada sucedió. ¡Nada! Esta vez, lo único que pude distinguir fue que sus ojos estaban llorosos, su nariz enrojecida, y un penetrante sollozo que provenía desde lo más profundo de su interior, había invadido la estancia.
–¡¡Mamá!! -grité más preocupada que indignada-. ¿Qué te sucede?
Nuevamente, ella prefirió guardar silencio y evadir mi mirada. Por consiguiente, se levantó del sofá, tomó entre sus brazos una de las fotografías mías que se exhibían en el librero y empapó su afligido rostro con aquellas innumerables lágrimas que me consternaron aún más. Fue entonces cuando volví a preguntarle sobre la causa de su sufrimiento, y al no conseguir respuesta de su parte, mi moral decayó significativamente, incluso más de lo que ya estaba, obligándome así a subir las escaleras lo más rápido que me fue posible y terminar confinándome entre las cuatro paredes de mi habitación.
Estaba afligida, enojada y abstraída, dándole vueltas a la causa del lamento de mamá que ya había traspasado la puerta de mi dormitorio, y ahora se estaba aferrando en retumbar dentro de mis propios oídos. Pero ya ni siquiera podía ir a consolarla. No me quería ni ver.
Comprendí que lo más prudente sería esperar a que ella se calmara, o al menos a que llegara papá, lo que pasara primero, para entonces tratar de pedir una explicación de su extraño comportamiento. Así que traté de encerrarme en mí misma y comenzar, de una vez por todas, a elaborar ese cartel que no me dejaba descansar con tranquilidad.
Tomé el libro de historia, me acomodé en el escritorio con cierta parsimonia, y empezé a subrayar las frases que fueran dignas de plasmarse sobre el cartoncillo; y según yo tratando de cerrar con broche de oro, encendí la computadora para buscar imágenes alusivas a La Segunda Guerra Mundial, un tema suficientemente complejo y extenso, que dominaba bastante bien. Finalmente, después de varias horas, todo estuvo listo para que en la clase del lunes yo fuese la primera en exponer.
Entonces, la brillante idea que me evitaría aquel tradicional fin de semana que yo tanto aborrecía, llegó a mi conciencia. Tenía que ser positiva y dar por segura la visita de mi amiga, apresurarme a terminar mis obligaciones y quizá, sólo así, conseguiría el permiso. Así que de una buena vez, aunque para lograrlo tuve que permanecer entumida frente al ordenador por más de cinco horas, terminé mis deberes escolares. Y como si todo se estuviera acomodando a mi antojo, la camioneta de mi padre se estacionó justo afuera del jardín. Ahora motivada, un poco más serena, y llena de esperanza, corrí nuevamente por las escaleras para darle una calurosa bienvenida a papá. No obstante, cuando él llegó hasta la sala, rechazó mi saludo y corrió hacia los brazos de mi madre.
–¿Papá? -pregunté perpleja- ¿Qué pasa?
Pero sus labios, al igual que los de mamá, ni siquiera hicieron el más mínimo esfuerzo en abrirse. Quizá, si lo hicieron, fue tan sólo para liberar un embarazoso suspiro que me enredó aún más.
–¡¿Alguno de ustedes podría tomarse la molestia de decirme qué sucede?!          -chillé encolerizada-. De nuevo, según lo que inconscientemente estaba esperando, ninguno de los dos me respondió. Era como si no me escucharan, como si yo me hubiera vuelto completamente invisible para ambos. Desesperada, abatida e irascible, corrí al baño a lavarme la cara y despejarme un poco, tratando de comprender eso que, para mis padres era demasiado obvio, y para mí me había tomado toda una tarde de angustia en descifrarlo, y aún no lo había logrado.
Tan pronto como terminé de secarme el rostro, escuché que mis padres se disponían a salir de casa. Sin embargo, esta vez ya no corrí; ya no tenía los ánimos suficientes que fueran capaces de impulsarme en una infructuosa carrera que bien sabía, no me llevaría a ningún lado. Aunque al menos tuve la motivación necesaria para salir del baño y observar como mis padres, subían el soberbio adorno floral al automóvil y nuevamente, se iban sin mí.
–¡¡Papá!! -grité mientras golpeaba la puerta enérgicamente, justo después de comprender la gravedad del asunto-. ¡No!-.
En aquel momento, el último aliento de osadía que aún no me abandonaba, me dominó por completo. Entonces, éste mismo, me obligó a arrancar el húmedo paraguas del perchero, a tomar las llaves del tocador, a abrir la puerta con una destreza que nunca antes había demostrado tener, y a cruzar la reja del jardín. Segundos más tarde, me encontraba parada sobre la fresca acera que seguía recibiendo el rocío de las imponentes y caprichosas nubes negras, que parecían hacer hasta lo imposible por no marcharse de los helados cielos londinenses. Apresuradamente, extendí la sombrilla, guardé mi llavero en uno de los bolsillos de mi pantalón y partí de mi casa velozmente; dejándome llevar únicamente por los efímeros surcos de agua que se habían originado con el paso de las llantas de nuestro automóvil.
Créanme que no me fue muy fácil seguirle el ritmo a dicha máquina destinada como medio de transporte; aunque afortunadamente las luces rojas de los semáforos, incluyendo el pequeño embotellamiento a unas cuantas cuadras, me permitieron no perderles el rastro a mis padres por completo. Cuando reaccioné y me detuve para tomar un poco de aire, me di cuenta que ya había cruzado casi media ciudad, cosa curiosa, porque yo no era de las personas que tienen buena condición física; e inclusive hasta había llegado al muelle del añejo y legendario río Támesis. Además, a esas alturas ya tenía los zapatos completamente empapados, la ropa humedecida, y el rostro salpicado; por lo que el gran estorbo que tenía entre las manos y del que me había aferrado desde que salí de casa, había sido completamente inútil.
A pesar de que me sería muy posible pescar un resfriado en tales condiciones, y a que mis sentimientos internos se asemejaban por completo a como se veía el clima allá afuera, fui capaz de apreciar aquel escenario de una forma diferente ante tales circunstancias, hasta llegar al grado de cerrar los ojos un momento y disfrutar de la lluvia, ahora un poco más apacible, que mojaba mi cabello y se resbalaba por mis mejillas, de la misma forma como solía hacerlo sobre el cristal de mi ventana.
Pero el deleite que las gotas de agua me proporcionaban, inmediatamente se vio nublado por el recuerdo del lloroso rostro de mis padres. Así que inmediatamente, cuando abrí los párpados, mis abatidas emociones regresaron, sintiéndome en la necesidad de seguir corriendo, guiándome tan sólo con el rumbo que señalaba mi intuición. Con el transcurso de las pisadas, que momento a momento dejaba atrás, lentamente pude vislumbrar el auto de mamá, varado justo enfrente del único lugar que podía ser capaz de incrementar aún más mis intensos sentimientos. Era el sitio en donde menos hubiera preferido detenerme y el que más detestaba desde la muerte de mi abuelo.
Sí, el plateado automóvil había interrumpido su camino dentro de los estacionamientos del enorme y silencioso recinto. Por lo tanto, el mal presentimiento de que algo devastador había sucedido en la familia, se anidó desesperadamente en mis entrañas, haciéndome así, llegar instantáneamente a la entrada del solemne lugar. Cruzé el pórtico y me atreví a correr a través de la afónica recepción. Mis pasos retumbaban estridentemente sobre el elegante piso de madera que estaba instalado. Pasé tan deprisa, tratando a toda costa de no ser vista…
El portón del enorme jardín principal se abrió. La suave llovizna aún no se iba. Mis padres, mis demás familiares y mis mejores amigos estaban ahí dentro; llorándole a un confortable sepulcro blanco que sobresalía entre el simétrico y verdoso césped. Todos parecían estar muy consternados; todos, excepto yo. Fue entonces cuando me aproximé un poco más hacia el cúmulo de personas que se habían reunido bajo aquella grisácea tarde de otoño, tratando de descubrir así quién sería la causa de mi futuro sufrimiento. Pero no había foto en el nicho, ni nombre en las fieles coronas de flores recargadas sobre aquel precioso sepulcro.
Momentos después, un grito desgarrador proveniente del corazón de mi madre, que anunciaba mi nombre, me hizo comprender la situación súbitamente… En aquellos instantes me desperté de un salto y abrí los ojos. Me encontraba todavía arropada con las blancas sábanas de mi cama y tendida sobre el afelpado relleno de mi colchón. Entonces, con las mejillas humedecidas, con un asfixiante nudo en la garganta y aún temblorosa después de tan horrible pesadilla, estiré los brazos y bajé de la cama, intentando corroborar que, cada minuto angustiante que viví, no había sido más que una elaborada pesadilla producto de mi fértil imaginación. Descalza, y tratando de ser lo más sigilosa posible, caminé por el iluminado pasillo que conducía a mi habitación, con la finalidad de que mis sudorosas manos se aferraran al pasamanos de las escaleras y descendiera así hasta el piso inferior, para buscar a mis padres y encontrar en ellos un merecido consuelo.
Llegué hasta la cocina guiada por el inconfundible ruido que emitía el televisor, y me senté perezosamente en uno de los bancos del desayunador. Al parecer, mamá y papá no estaban en la casa, pues no había rastro en aquel lugar que indicara movimiento, a no ser de la conocida voz del reportero que anunciaba el noticiero sabatino. Más calmada ya, al menos por aquella involuntaria compañía propiciada por el descuido de mis padres, tomé un pan de la alacena, le unté unas cuantas cucharadas de mermelada, y me serví un poco de jugo de uva. Necesitaba encontrar algo que me endulzara el día y borrara de mi mente aquellas cautivadoras imágenes. Así que no dudé en mordisquear el pan ansiosamente y beber el jugo de un sorbo.
“¿Cómo puede ser?” -me reproché a mí misma-. “¿Cómo puede ser que pienses en semejante tontería?”. Y mientras yo seguía con mi sarcástica reflexión, inesperadamente, las enormes ramas del árbol de a lado cayeron sobre el transformador de mi casa, apagando al instante mi fuente de sonidos. Fue cuando automáticamente, recorrí la cortina para ver el exterior, y me di cuenta de que el pino derribado a consecuencia de la tempestuosa y ventosa tormenta, había causado irreversibles daños tanto a mi casa, como a las residencias aledañas.  Entonces, el mismo y profundo desasosiego volvió a colmar mis expectativas. Allá en el exterior, la constante lluvia torrencial no daba indicios de que pronto cesaría durante aquel sábado por la mañana, mientras yo permanecía encerrada, aún con la misma ropa de cama; añadiendo el hecho de que mis padres, como en mi sueño, tampoco estaban en la casa.
Sentí un espantoso pánico al mismo tiempo que mi sangre descendía de temperatura y estaba al borde de coagularse. Reaccionando únicamente por inercia, les permití a mis piernas que me trasladaran de nuevo a mi recámara.
Así que abrí la puerta de un golpe y eché un vistazo a mi alrededor. Había decenas de fotos alusivas a la insignia nazi, y unos cuantos plumones azules esparcidos sobre el suelo. De nuevo, bajé los peldaños de la escalinata frenéticamente y me dirigí hacia la estancia de mi casa. En el momento en el que ví el mismo abrigo marrón de mi madre, colgado en el perchero, y la obscura sombrilla secándose en la entrada, me aterroricé ante aquellas circunstancias. Definitivamente, como tanto había anhelado durante meses, nunca más volvería a vivir un fin de semana como antes.
Finalmente, como si ya comenzara a asimilar lo que mi mente trataba de decirme, me atreví a enfocar la mirada poco a poco sobre el ostentoso comedor de madera exhibido justo en la entrada. El delicado mantel color beige obsequiado por la abuela, que combinaba a su perfección con la decoración del papel tapiz que cubría aquel salón, engrandecía la preciosa y refinada mesa; y sobre ésta, se encontraba un fino jarrón de vidrio soplado, repleto de blanquecinas y frescas rosas que esperaban ansiosas el momento de soplar alegremente sobre aquellas expresivas lágrimas, para apartar el dolor con la ternura de sus pétalos y su deliciosos aromas…
F I N