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miércoles, 3 de julio de 2013

CAPÍTULO 1: "La Estrella que Cuidaba de Mí"








A él, mi precioso ser angelical,
Mi estrella cargada de luz;
A mi luchadora incansable,
Mi madre;
Y a mi mejor amiga Jessica,
Por ser parte de esta historia.
Mí historia.
« ¿Qué es la vida?
Un frenesí.
¿Qué es la vida?
Una ilusión,
Una sombra, una ficción,
Y el mayor bien es pequeño;
Que toda la vida es sueño,
Y los sueños, sueños son ».
PEDRO CALDERÓN DE LA BARCA
– La Vida es Sueño.
« Siempre hay un poco de locura en el amor.
Pero también hay siempre un poco de razón en la locura.
Y yo, que soy amigo de la vida,
Opino que las mariposas, las pompas de jabón,
Y los hombres de naturaleza afín,
Son los que mejor conocen la felicidad ».
FRIEDRICH NIETZSCHE
– Así hablaba Zaratustra

«Soy bastante diestra en escribir historias,
Porque toda mi vida he escrito cientos y cientos de ellas…
Pero te juro que ésta,
La que hemos escrito juntos a lo largo de nuestra existencia,
Es la que más ha cautivado mi ser
De una forma sorprendentemente extraordinaria…»
Domingo del 01 de Septiembre, 2012

PREFACIO
« Lumynnus Lunii, Lumynnus Stellelorii, Wennto Fauternil, Incennddyum Passeoux. Wanii orcc’io dragnoszy; unde hejwi‘io allikuis um altell Vita klarpth, livrezy Himmdan’nii. Hodan Lumynnus reenderscorpth’nni. Wanii bregher’qqi Aulmet Geaman.
Revenntii, Revenntii!! Yahr.»
[Escrito en el Grimorio Erdély. Dránfico Antiguo]
Se dice que la noche, la etapa comprendida entre el atardecer del Sol y la alborada matutina, es la falta de claridad del día; la ausencia perfecta de toda luz solar. Del mismo modo, se dice también que es aquí, en las tinieblas, donde los primeros terrores oníricos del ser humano se han originado y cobrado fuerza desde el génesis de toda antigüedad. Sin embargo; ¿de dónde es que proviene esta obscuridad realmente? ¿Será tan sólo del movimiento rotatorio de la Tierra, y de la carencia de luz por consecuencia? ¿O es que el infinito no es más que un montículo de polvos sombríos, y la claridad que vemos sigue siendo parte de esta opacidad al fin de cuentas? ¿Provendrá acaso de la misma inmensidad del pensamiento y la imaginación? ¿O es que surge de la ignorancia de los pueblos y del fanatismo en los dogmas de su religión? ¿Estará relacionada con la morbidez del sufrimiento, al enfrentarse a una misma e ineludible expiración silente…?

PRIMERA PARTE
CAPÍTULO I: LA ESTRELLA QUE CUIDABA DE MÍ


DOMINGO DEL 29 DE ABRIL, 2012

Habiendo discutido con mi madre antes de que mis pies cruzaran el umbral, minutos después de arribada la última Hora Menor[1]; mantuve el tozudo pensamiento en la cabeza que me exigía el intentar sobreponerme, al menos hasta el amanecer del día siguiente, ya sin tener que verla o escucharla más. Desterrada en los confines de mi alcoba, negaba ahora cualquier posibilidad de diálogo, tregua o libertad. Máxime, ya ni siquiera sentía los ánimos acosadores de siempre que me permitieran girar de la manija y echar un vistazo por el resquicio de la puerta, para ver qué había sucedido después de mi notable ausencia. Una y otra vez me preguntaba qué tan factible sería que ella, mi madre, se hubiera dejado seducir por los placeres de la soltería como si fuera un mismísimo one-hit-wonder de un solo día. ¿Habría olvidado ya el fraude en sus palabras que me había hecho sulfurar? ¿O sería acaso que ni siquiera le importaba?
Doy por seguro que cualquiera a mi edad habría estado igual o aún más airada que yo. Quizá no; disculpa pero tiendo al drama. Aun así sabemos que a los diecisiete la vida no es fácil. El instituto, mi proyecto anual de ciencias sin terminar sobre la mesa, la migraña, el insomnio, el tiempo malogrado en detención después de clase, los estúpidos exámenes finales, el vaivén de emociones cada mes, y las frecuentes discusiones con los padres resultado de todo lo anterior, no se pueden sobrellevar con tanta facilidad como cuando uno tiene nueve o veinticinco. Además, a esto debía sumarle la crisis económica que se vivía por aquellos días en casi todos los rincones del país; y que de forma catastrófica tras la caída de la bolsa en Grecia, ya se había regado en toda Europa peor aun que la peste bubónica.
De acuerdo, de acuerdo; tampoco es para tanto. No pido disculpas esta vez, porque sé que la juventud del siglo XXI no comprende, en toda la extensión de la palabra, los términos a lo que esto se refiere en lo absoluto; no por culpa suya claramente, sino porque no ha vivido los estragos del contagio en carne propia. Incluso, para las mentes más recatadas, hasta podría haber sido motivo de admiración la analogía propiamente dicha. Pero no me importa mucho lo que pienses de mí en estos momentos; ni tu opinión acerca de la calidad narrativa, o de la complejidad para entender cabalmente la forma en la que se desencadenan los hechos; sé, que cuando termines de leer el libro, podrás comprender mejor todo esto que si me diera a la tarea de explicártelo ahora mismo.
Entonces continúo. Por mi misma personalidad quizá, es por lo que me había sido imposible y casi inevitable, no encenderme aquella tarde después de la tropelía cometida por mamá. Sus palabras aún me resonaban en la sangre… ¡Bah! ¿Las consecuencias? ¡Las consecuencias seguían desvariándome los planes y amargándome la tarde!
¿Pero a qué se debió la disputa? Perfecto; allá voy. Mi madre había prometido darme un poco de efectivo como indemnización a mi último cumpleaños, que hasta entonces no había sido celebrado. A consecuencia, como toda buena adolescente que era, consideré que la mejor inversión que podía hacer con él, era nada más y nada menos que salir de compras con Karlyn, mi mejor amiga hecho que me emocionó bastante puesto que no lo hacía desde mucho, mucho, mucho tiempo atrás. De ahí a que abrir el armario y pensar en tener que alistar un cambio más interesante que unos simples pares de jeans, me afectaba positivamente en cantidades excepcionales. Digo esto porque hacía más de cinco meses que mi trasero no merodeaba por fuera de la casa; exceptuando claro, los hastiados y exiguos trayectos de la Eugène Delacroix Académie a mi dormitorio… Y viceversa.
No obstante, para hacerme acreedora a semejante «recompensa» como la llamaba ella, lógicamente me había condicionado al estilo de cualquier madre. Si quería descender por las escaleras principales y atravesar el pórtico frente a su presencia, tendría antes que pasar la escoba unas dos o tres veces por la casa; aspirar las alfombras, rastrillar las hojas del jardín, desbrozar el árbol de la acera, sacudir los muebles y enseres de la terraza; bombear el agua de la alberca, cepillar los azulejos, aplicar ciertos químicos desagradables que me ocasionaban brotes tremendos de urticaria y encargarme de volverla a rellenar; sacudir las alcobas, blanquear los inodoros, limpiar los vidrios y cargar la lavadora; todo lo anterior con tal de salir con 200 euros en la cartera, y un permiso plus para llegar un poco más tarde de la hora establecida ―aclaro que más-tarde-de-la-hora-establecida equivale a eso de las 10:00 pm.
En fin. Después de una larga jornada doméstica, y habiendo terminado ya todas las encomiendas asignadas, tuve entonces que adaptarme de inmediato a las pequeñas cláusulas del contrato que mi madre había olvidado mencionar; y lavé con satisfacción su preciado Q7 alemán. Siendo de igual forma un tanto más comprensiva y generosa de lo que suelo ser normalmente, pensé que si ya de por sí había aceptado el rol de Cenicienta por un día, bien podía librar a mi madre de permanecer engrilletada a la cocina sin una sola queja adicional; por lo que puedo decir que el menú de aquel día, también corrió por mi cuenta.
Lo reconozco; suponiendo que continuese narrando los hechos a como lo he venido haciendo, situándome en el primer cuatrimestre de 2012, bien puede admitirse que aún no soy una grandiosa cocinera… ¡Tal vez hasta ése resulte uno de mis puntos más débiles! Y no porque sea perezosa o descuidada en lo absoluto; sino más que nada, la aversión va dirigida al proceso mismo de preparar los alimentos: sartenes, aceite caliente, cuchillos y trastes sucios. Así que para realizar la mejor actuación frente a mi madre, tuve que auxiliarme de los viejos recetarios de la abuela relegados en el ático, y repasarlos unas cuantas horas antes de atarme el delantal y prender la cacerola. Sin embargo, lo más lamentable del caso fue que el perfeccionismo de mamá es hereditario; por tanto, además de recibir mis propias advertencias para que el guiso resultara estupendo, me establecí como reto personal preparar una comida en forma.
Prohibiéndome ahora el ramen instantáneo del supermercado, me di cuenta que tarde o temprano mi dulce burbuja terminaría reventando si es que acaso me atrevía a ordenar una deliciosa pizza en el restaurante de la esquina, que por cierto, mi madre aborrecía. En resumidas cuentas, a pesar de la fatiga y de toda la aversión que pude estar sintiendo, reconozco que realmente me esforcé. Cuando el ruido de la alarma cesó, una exquisita lasagna bolognesa con parmesano gratinado apareció dentro del horno; no obstante, y a pesar de mi incredulidad, eso no había sido todo. Ahora imagina aquella delicia italiana acompañada con croissants rellenos de setas y mozzarella, servidos conjuntamente con la ensalada de aceitunas negras, más el 1982 Château Prieuré-Lichine ―exhumado del mismo baúl que el recetario― sobre la cristalería nueva de mamá. No tengo idea de cómo demonios fue que las recetas funcionaron. Todo había quedado perfecto; el vino fue un éxito. Mamá estaba contenta. Y eso ya era algo.
Exhausta, pero con la casa completamente reluciente y ya sin más loza sucia en el lavavajillas, me sumergí en la bañera entre incienso de almizcle y pompas de jabón, convencida de que mi madre no tendría pretextos esta vez para incumplir su parte del trato. Fantaseé con las tendencias en texturas y colores de la temporada; proseguí saboreando el delicioso frapuccino blanco con chispas de cocoa que muy cremosamente estallaba como algodón de azúcar en mi paladar y estaría a mi espera en esa vieja cadena de comida rápida. Cerré la llave. Ya todo era un hecho; pronto vería a mi amiga y de nuevo a compartir sonrisas.
Entonces, y como era de esperarse, sucedió lo inesperado. Una vez habiendo salido del baño, en pleno albornoz y con el toallón mal anudado en la cabeza, mamá me desnudó con la mirada antes de subir la voz; y de forma insensible y casi desalmada, terminó diciendo:
―¡No, tú no irás a ningún lado!
¡Qué fácil, no! ¡¿Por qué todos los padres se comportan de la misma forma, me pregunto?! Y es que sin dar ni razones ni porqués, Juliette se empecinó y no cumplió lo que habíamos acordado. ¡¿Pero qué me quedaba ahora?! Creo que nada. Nada más que mantener la calma.
Ya tan pronto como pude, empecé a hablar coherentemente, pidiendo por lo menos una explicación. ¿Qué hizo ella? Volvió a mirarme de forma fastidiosa y terminó por enojarse más. ¡Bah, bah y más bah! Debí haberle armado una escena que le hiciera ver el daño que me estaba haciendo, ¿no crees? Pero lamentablemente todo el mundo sabe que con los padres no se juega… ―¡Valiente quien demuestre lo contrario! ¿Tuve coraje? ¡Claro! Más aun al verla tan dueña de sí misma, tan autoritaria, tan... ¡No fue justo en lo absoluto que de buenas a primeras diera media vuelta y me dejara hablando sola! Pero ya ni el desgaste valía la pena. ¿Qué hice entonces? Nada; tan sólo me atranqué en mi habitación esperando que se me apaciguara un poco el seso, para llamar a Karlyn, y terminar por cancelarlo todo.
Y ahí volvemos al principio. ¡Detesto que me hagan eso! ¡Detesto que me frustren de esa forma! ¡Detesto no tener opción y tener que engullir en silencio toda mi cólera! Lo único bueno del caso fue que a fin de cuentas, mi amiga volvió a relucir sus cualidades especiales para momentos de caos, y respondió igual de accesible que siempre. ¿Cómo hace eso? Aún no lo entiendo. Sólo con escuchar mi voz comprendió la situación con rapidez; me dijo que sería mejor tranquilizarme, y trató de darme ánimos para ir al centro comercial el siguiente fin de semana disponible.            
Quizá hoy se habían terminado las chispitas bromeó al auricular.
Con semejante respuesta, ya no me quedó de otra más que soltar la carcajada para que los musculillos de mi rostro descansaran. Mamá dice que no podemos tener siempre lo que deseamos… ¡Vaya lecciones que me ha dado! ¡Y es que hasta hubiese preferido su silencio antes que otra cosa! Todos sabemos que vanas ilusiones hieren más que enfrentar cualquier realidad. Por dura que ésta sea.
Pero ya basta de quejas. No me sequé el entendimiento para hartarte con mamá. Prosigo a relatar los sucesos que acontecieron por la noche; esa noche que al principio mencioné.
Intentando pasar por alto la desilusión que había tenido, preferí tenderme en la cama imitando la postura del Hombre de Vitruvio, con un libro en lo alto para despejarme el juicio siempre me he preguntado por qué cuando uno se da cuenta que tiene un libro en las manos, han pasado horas de haberle clavado la mirada; y por qué cuando uno le clava la mirada, ya no puede detenerse hasta el final… Pero ese tampoco es el tema a rebatir en estas quinientas sesenta y cinco páginas―.
The Boy in the Striped Pyjamas era el título detrás del cual me había estado encubriendo durante toda la tarde. Imagino que has leído la novela; demasiado conmovedora como para hacerte pensar en absurdas nimiedades tuyas. Esa tragedia de la vida real era justo el paliativo que necesitaba para dejar de pensar en mí misma... ya al menos por un rato. Pero tan pronto como me di cuenta que las páginas giraban sin haberle extraído por completo el conocimiento deseado, dispuse que sería más apropiado guardar mi lectura para disfrutarla cualquier otro día con más calma. ¿Por qué romper la regla y dejarlo? Porque las letras no hacían más que traspasarme el cerebro sin dejar rastros del significado; y cuando esto sucede, lo mejor es de una buena vez cerrarlo. 
¿Qué había sucedido entonces para que mi comportamiento cambiase? No era la sintaxis de la obra, por si te la cuestionas. Tampoco el roce con mamá. Mi mente estaba hecha un lío; se había originado un grave problema interior que estaba a punto de incapacitarla por incumplir en sus funciones diarias.
No soy muy sociable. Tampoco muy cordial. Si te estoy confiando esto, debe ser por algo importante; no lo olvides. Me desconecto porque tengo que hacerlo… Y ahí va. El mal humor, la falta de concentración, mis ánimos tan deplorables que me habían atado a casa tanto tiempo, y la creciente depresión que poco a poco iba nutriéndose de mí, tenían, lógicamente, un buen motivo de existir. 
¿Cómo te lo digo para no sonar tan estúpida? De acuerdo, si de cualquier forma lo sabrás… Mejor que salga de una buena vez. Todo se debía a un chico. No sé cómo, pero a cada frase por más insípida que fuese, a cada sonido por más silente que escuchara, a cada brisa por más ligera que sintiese, y a cada lucero por más exiguo que mis ojos fueran capaces de divisar, terminaba por encontrarle una estrecha, sorprendente, y hasta en cierto grado enfermiza, relación con él.
Así que para no perder más tiempo, acomodé el separador antes de cerrar el libro; ya era momento de expulsar esos bostezos y estirar los brazos, tallarme los ojos y despabilarme por completo, olvidando de igual forma el paso de otro día que se va. Y una vez habiendo erguido la espalda en completa línea recta, di unos cuantos pasos en dirección a la ventana de mi alcoba y desesperadamente la abrí. Necesitaba con urgencia sentir el aire fresco de la noche; dejarme seducir por el remolino de céfiros incorpóreos que acariciaban tan dulce y finamente ese rostro mío; vislumbrar las extrañas refulgencias platinadas danzando donde aún nadie ha sido capaz de imaginar, allá arriba, en la inmensidad; recordar la historia, ésa que había sido mí historia, y darme cuenta nuevamente de que todo había sido real. Insistía en que, tal vez repitiendo este rito por las madrugadas, finalmente podría relegar de nuevo mi mundo, para entonces tener el valor de impulsarme hacia adelante y aprender de esta forma a recordar. A confiar. Y a esperar.
―Te extraño ―solté al aire una vez estando en el alféizar, en otro de tantos suspiros profundos―. No tienes idea de cuánto.
Pero mi paciencia se agotaba cada puesta de sol como la rancia arena del reloj de primavera. A veces me repetía a mí misma, en voz baja por supuesto, que ya no era sano seguir engañándome de aquella forma cruel y despreciable; que si todavía quedaba algo de amor propio en mi interior, mejor que brotara en ese instante… ―Pero nunca lo hizo; nunca brotó.
Otras noches, en cambio, me rehusaba febrilmente a pensar que mi imaginación fuera capaz de hacer piruetas por los aires; y juraba, con el corazón en mano, que todo lo antes vivido era tan regio como la existencia misma; y que jamás, en todas las andanzas de esta vida o de las otras, iba a tener la fuerza necesaria para arrancármelo del pecho y dejarlo de extrañar…
A consecuencia, volvamos a situarnos en la escena para continuar con el relato. La vista que se apreciaba a través de la suntuosidad de un cristal enorme en mi propio dormitorio era más que espectacular; mis agradecimientos para el arquitecto que había diseñado una vivienda en aquellas condiciones seguirán en pie mientras dure mi existencia. No sé cómo rayos había logrado que toda la panorámica de la solana trasera pudiese ser apreciada por dos de las habitaciones principales, la cocina, el estudio y una parte de los sanitarios del piso inferior. Asimismo, más brillante fue la idea de permitir que esta misma terraza estuviera descubierta en dos terceras partes, del bello dosel que se alzaba en forma curvilínea sobre la estructura. Era por ello que en las tardes veraniegas, cuando los rayos del sol lograban el punto más alto y eran capaces de barrer los pastizales, entraban de forma directa a todos los salones de la casa; logrando con ello una iluminación natural de excelentes resultados
De ahí también a que durante los anocheceres, majestuosidad total era observar aquella diamantina celeste agrupada por montones en torno a Sirio, Canopus, Alfa Centauri y Arturo.
Por consiguiente, en cuanto respecta a la voluble luna, sólo diré que en todas sus apariciones solía convertirse en la cúspide de la divinidad nocturna. Vislumbrar semejante esfera cargada de luz durante el plenilunio, tenía sus consecuencias; muy benéficas, por cierto. Una de ellas, la primera para mí, era el perder la fatiga diurna y lograr una tremenda inspiración creativa; de ahí a que mensualmente y por las noches, ésta se prestase a trabajar como mi musa, y me ayudara a inmortalizar fielmente la belleza de aquel rostro en mis pinturas. Venía después la iluminación de alma, cuerpo y mente en perfecta sincronía; como si se tratase del mismo éxtasis en un pedacito de los Campos Elíseos. Y finalmente, aunque no por ello menos importante, la tercera: proseguir con el encantamiento hasta caer en un estado de suaves delirios inconscientes; experimentar el despojo de los preciados tesoros nocturnos que guardan los sueños; y preferir arroparse en la memoria propia... Al menos mientras dure este nuevo instante en la vida.

Aunque con todo lo anterior pareciese que sin lugar a dudas fuese la luna, cabe destacar que el cuerpo celeste que mayormente lograba llamar mi atención de todo ese espectáculo sin precedentes, era nada más y nada menos que un modesto astro solitario; una pequeña estrella que, apartándose de las demás, centelleaba vigorosa como gemela de Polaris, la afamada Estrella Polar.
Me era extraño, sin embargo, que reiteradamente al caer la noche y mirar al exterior con las persianas corridas, me fuese más que posible admirarla. Pero lo más curioso de semejante primor ―además de la paralela ubicación respecto a su hermana―, era saber que a pesar de cualquier cosa, a pesar de las celliscas, las nevadas, e incluso el desplazamiento en la bóveda celeste por del cambio de estación, siempre se encontraba allí; como si siempre estuviese dispuesta a cumplir cualquier clase de encomienda con tal que fuese para mí.
Pero eso no lo es todo. Con decirte que, desde las más remotas de mis pueriles percepciones, había tenido la impresión de que mediante sus altos y crispados resplandores, no hacía más que obsesionarse con ciertas prácticas de espionaje ancestral, en las que yo, obviamente, estaba más que involucrada. 
Llámame loca; demente; perturbada quizá. Mi psiquiatra está por confirmarme tu diagnóstico, así que no escatimes. Desde el primer instante en que nos conocimos, estuve segura que ésta era capaz de aumentar su fulgor sólo con verme sonreír; capaz de protegerme de la infamia en mis sueños por las noches, habiendo sido creada exclusivamente para mí.
Por otro lado, o quizá como explicación a todo lo anterior, puedo decir que a pesar de mi carácter, me considero una chica bastante sensible; una chica blanda escondida bajo una coraza de piedra. Y desde hace casi dos años a la fecha, he demostrado que mi sentimentalismo ha ido progresando con el paso del tiempo. Quiero aclarar: soy sensible; no ridícula. Es por eso que cuando llegaban esas noches de utopía, y era capaz de apreciar nuevamente las maravillas nocturnas, se despertaba en mí el lado más tierno y volvía a pensar en él.
De nuevo me he quedado trabada; la verdad he perdido palabras. Ya ni siquiera sé qué es lo más importante que conozcas del joven a quien estoy por consagrarle esta especie de texto autobiográfico. Podría decirte que fue la persona más inteligente, bella, enigmática, intuitiva, piadosa y con cierto grado de conciencia superior, que jamás tuve ni tendré el gusto de conocer; que era todo un erudito de la lengua y un gurú cuando de cata de vinos se trataba; que tenía además cierta fascinación por el violín, la pintura, el esgrima, la filosofía, el ajedrez, los relatos de las sangrientas justas medievales, el café irlandés, las magnánimas composiciones de G. F. Händella literatura clásica, los tratados ancestrales sobre astronomía, física, química, biología, botánica otras cuantas disciplinas más, relativas a toda una vida de sibaritismo ortodoxo; y que del mismo modo, sentía especial agrado por una de las tantas lociones pertenecientes a esa renombrada firma americana ―conocida por ti seguramente― homónima a su apellido. No obstante, sé que eso a ti ni te va ni te viene, al menos por el momento; así que aunque suene a redundancia o a idiotez, considero más prudente iniciar por donde todos comienzan, por el principio. Su nombre era Léonard; definitivamente un joven único en su especie. Verás más adelante por qué lo digo.



[1] Las Horas Menores forman la segunda división de las Horas Canónicas utilizadas en la Edad Media para medir el tiempo. Corresponden a la Prima (06:00 hrs), la Tercia (09:00 hrs), la Sexta (12:00 hrs.) y la Nona (15:00 hrs), en las cuáles, la obligación de acudir a la iglesia podía ser sustituida con oración.

5 comentarios:

Alberto R. León Ramos dijo...

:D, me gusta como escribes, muy natural. ¿Te gusta la poesía de Jaime Sabines? Lo digo porque él en su forma de hacer poesía habla tan natural pero te dice las cosas con otro sentido, te acaricia con las palabras.

Reencuentro dijo...

He escuchado algunos poemas y frases de su autoría que me agradan bastante; aunque admito que no lo conozco tan bien como para emitir un juicio y decir que me gusta enteramente. No obstante, prometo subir información de él y sus obras en la sección de + LITERATURA para que demás personas lo puedan conocer, y yo también aprenda un poquito más sobre él. Saludos.

Rududú dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Rududú dijo...

Wow, me seguire leyendo el otro capítulo porque ya estoy mas que picada con la historia, me gusta mucho como escribes, tu blog es muy lindo y las frases, que decir, felicidades, tienes una nueva seguidora, saludos =)

Unknown dijo...

Se ve interesante, continuaré leyendo la historia, nos vemos, besos,